Articulo de Pere Secorún publicado en 1996 en la Revista Zen
Atraviesa los caminos como una sombra y sin embargo tiene luz propia. A veces alguien recuerda su paso, otras veces nadie lo ve.
Sobre el suelo no deja huella y no obstante el rumor de cada paso se esparce por lo más profundo del universo.
El aire fresco de las mañanas limpia sus trazos y la luz que se filtra entre las nubes le presta color a su silueta.
A veces se confunde con el viento; a veces con las ramas que éste mece, a veces, con los gritos de los niños. También con el runrún de los coches que arañan fugaces, la carretera gris.
El agua corre por el arroyo y el atardecer de hace negro cuando alcanza la plena noche. La ciudad destapa sus luces de neón. Olvidado de sí mismo, se mueve por el laberinto como un pez.
No tiene una meta fija, pero una estrella diminuta en el fondo de su corazón le susurra silencios que guían su camino.
Y la flor se abre sobre la roca,
y el arco iris mama de la fuente sombría,
y sobre el tronco seco las gotas de rocío
reflejan la bóveda celeste.
Y se siente como la abuela que lleva una odre de agua por un sendero que en mil cruces se bifurca, satisfecha de ser una peregrina sobre el mar de los sufrimientos.
No hay provecho en este camino. Por eso es infinito.
Cada mañana cuando despunta el alba vuelve a mirar en los más profundo de sí mismo y se pregunta de nuevo: “¿Soy capaz de volver a extender los brazos?”
Sentado en su morada, lentamente se desparrama como un árbol de frondosas ramas. Cuanto más se hunden las raíces en el suelo, más largos son los tentáculos hacia el cielo.
Cada día baja hacia el arroyo y repite el rito de cargar el odre con agua fresca. Los mismos gestos, los mismos pasos son completamente nuevos. Recuerda que alguien le dijo: “Mantente alerta, deja que crezca en ti el espíritu de la abuela…”
Ese espíritu es vivo y fresco, magnánimo sobre todo lo que respira y lo que no respira. Y hay días que lo encuentra bajo el polvo de sus manos, como una brasa de rubí coronada de cenizas.
A punto de desaparecer sabe cuán fácil es perderlo. Sin arrogancia, sin orgullo, sin meta, sin apenas voluntad saluda al nuevo día con gratitud y alegría. A partir de esa práctica santa despliega -¡oh sí! Entre el apego y el sufrimiento, entre el error y los desaciertos…- el manto compasivo, cálido e infinito de Buda. Y no necesita que nadie le oiga, le vea.
La luna ilumina la noche sin rubor.
Las siluetas de las montañas se exhiben entre las sombras.
Alguna chicharra masculla indecencias.
Y las ovejas ponen a sus balidos sonidos de campanas.
A lo lejos, Venus se mantiene encendida.
Él es casi feliz.
Sin embargo en algún lugar alguien sufre.
No guarda nada para sí. Abre sus manos y cada una de las células es una ventana que aspira/transpira el universo entero. Su sonrisa interior se esparce como una lluvia y el cielo y la tierra se unen a través de su cuerpo. Pero también aquí anida el dolor. Jura y rejura que no cejará hasta que todos los seres se salven. Sabe que el dolor de los demás es su dolor y que no hay nirvana solitario, que la distancia entre él y los otros es una débil apariencia.
Permanece, pues, en este mundo, aquí y ahora en este tiempo que es el suyo, practicando lo que nadie le pudo explicar con la boca, pero que es capaz de construir cada día paso a paso. Una ermita tranquila y apacible en la profundidad de la montaña. Esa ermita que anida en nuestro propio corazón y que se levanta en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. En el infierno, por ejemplo, y por no ir más lejos.
Y jura y rejura ser barquero eternamente para ayudar a pasar a la otra orilla a todos los seres. Y remar y remar y seguir remando alegremente, sin esfuerzo.